La conversación es el espacio de lo improvisto. El paso de un asunto a otro es imperceptible como el crecimiento de un niño; esa natural sutileza consolida sus tonos y variaciones. La intervención de cada interlocutor depende de una palabra azarosa que, con resonancia interior, desencadena un microcosmos ansioso de verter su imago mundi.
En la conversación había que abrirse paso a través de las palabras como a través del monte, hasta que de la rutinaria maleza surgiera un tema, como una lagartija fugaz que luego, con otras palabras podía transformarse en un silencioso puma deslizándose en la oscuridad de la selva o en una rugiente boa enroscada en el tronco de un árbol.[1]
Así dice el segundo párrafo de El otro gallo, nouvelle del escritor Jorge Suárez, felizmente reeditada hace poco gracias a su inclusión entre las “diez novelas bolivianas más representativas”. Los personajes de El otro gallo se hacen visibles en un espacio de conversación: la Cabaña, a donde llegan despojados, aunque sea momentáneamente, de las verdades que arrastran: la celosa soledad de la hija del profesor Saucedo, la oscura relación de don Carmelo con la Palmareña, el pasado ajetreado de Benicia, o los padres del Bandido. Es crucial fijarnos en este último, por las connotaciones de su nombre y porque es el personaje principal de El otro gallo. El bandido es un ser consciente de su soledad y su lugar en la narrativa latinoamericana es privilegiado. La Cabaña como santuario del Bandido es significativa en cuanto connota una religiosidad. Si el Bandido ha perdido cierta ligazón con “la realidad” será en la Cabaña donde la reencuentra. La repetición ritual de sus historias (una inevitable letanía) de embrome y matanza de carabineros sostiene la imaginación y confina la conversación en la Cabaña.
Al ventear el culipi, Benicia había recordado esa mañana el modo en que el Bandido traía la conversación a sus terrenos; la olímpica desfachatez con que, a veces, se tomaba el culipi del profesor Saucedo y la forma sutil con que introdujo, desde el primer día, la cuestión de los carabineros, como quien trata de un asunto familiar y no necesita perderse en detalles.[2]
La sobresaliente participación de Luis Padilla Sibauti, el Bandido de la Sierra Negra, en las conversaciones de la Cabaña no es casual; como tampoco lo es su obsesión por los carabineros. Estos detalles son centrales para comprender el acto de narrar como lugar y tiempo de concepción de un lenguaje fértil. La complicidad que el narrador y el Bandido tienen en El otro gallo es notable. Y es revelador, por ejemplo, que el narrador cuente la historia del Bandido en tercera persona y que, de pronto, intervenga don Carmelo, el Profesor Saucedo o Benicia. Estas incursiones confunden el relato del narrador con el del Bandido. La Cabaña se convierte también en el espacio donde el narrador configura un mundo. En este juego de niveles de realidad se hace evidente el contrapunteo entre oralidad y escritura. El espacio de la escritura es también el espacio de la interpelación, de la argumentación exigida por el otro. El narrador es el que abre, guiado por impetuosos lectores imaginarios, las sendas que lo conducen por la maraña del lenguaje. Los límites del laberinto están delineados por un tema, y el peligro sería salirse del laberinto o perder el hilo. Es por eso que el carabinero es una concreción necesaria, que instaura un lenguaje común en la Cabaña. Su alcance poético es más eficaz cuando su repetición define el estilo de vida del Bandido, porque enriquece de posibilidades toda imagen que se le conjuga. Dirigir la conversación por un mundo limitado es proponer una comunicación más fluida, donde las explicaciones están por demás, y sólo lograrían entorpecer la misteriosa fineza de su tejido. Es por eso que, cuando un carabinero exige, entre otras cosas, la licencia para conducir, amenazando con decomisar guineos, el Bandido no tiene otro remedio que matarlo. Sabiendo que los carabineros suelen acostumbrarse a decomisar guineos, el Bandido no puede arriesgarse a permitir un solo abuso, y el único remedio es elegir su libertad (que sabiendo quién es, resulta lo mismo que elegir su propia vida). Pero, más claramente, ¿quiénes son estos carabineros? Los carabineros son personajes imposibilitados de concebir una realidad diferente a la prescrita. Y, siendo el monte –como la conversación–, el lugar de lo improvisto, basta un campo de mariposas azules para hacerlos retroceder. La aparición de lo inesperado es lo que, cabalmente, salva el pellejo del Bandido en reiteradas ocasiones. Esta imprevisión es también la raíz del humor coloquial. Recordemos, por ejemplo, el momento en que el Bandido está a punto de ser fusilado. Antes de disparar los carabineros le preguntan por sus últimos deseos. El Bandido responde: ¡Patasca y cerveza helada! El aturdimiento que produce esta respuesta en los carabineros le permite escapar nuevamente de la inminente muerte.
Las palabras son los instrumentos de fuga de Luis Padilla Sibauti. Podemos comprobar esta afirmación en el habla popular. Es sugestivo, por ejemplo, que la palabra salida tenga una connotación humorística en el lenguaje oral. Si alguien dice “¡qué buenas salidas tiene Fulano!” sabemos que se refiere a su capacidad para gambetear las frases que pretenden sentenciarlo. Salidas que, en el caso del Bandido, empezaban a madurar en sus soliloquios infantiles, en la imaginación irrefrenable del niño solitario. Esta maduración de un lenguaje propio permite que el Bandido adquiera la destreza para maniobrar las palabras como armas. Lo que nos lleva nuevamente a la relación que tiene el Bandido con el narrador de El otro gallo. Si bien la confabulación entre narrador y Bandido es notoria, es importante ilustrarla en alguna apreciación del narrador respecto a las palabras del Bandido. Según cuenta el narrador, en la realidad de los hechos el Bandido, inconscientemente amenazado por un Administrador de Cine, lo hizo desaparecer de su memoria. Y lograr esta disolución con el desenfado natural de quien recuenta un fragmento de vida es, quizás, la médula humorística que impulsa el tejido de El otro gallo.
Mientras nos vamos deslizando por las páginas de esta nouvelle, la densidad del relato se hace tangible. Pareciera que, por fin, las andanzas del Bandido se verán truncadas en un callejón sin salida, por obra de un carabinero de marca mayor. Justo ahí, cuando el narrador (el que sabe la verdad de los hechos) afirma estar contando la última historia de Luis Padilla Sibauti, presenciamos el salvaje apuñalamiento del Bandido por obra de los carabineros. Y, de pronto, ante la pesada fatalidad, nos vemos de nuevo en la Cabaña, donde los parroquianos atienden perplejos la historia del Bandido. Resulta, según la imaginaria versión del Bandido, que los puñalazos que le daban los carabineros no eran sino los ridículos picotazos que un gallo real le daba a la imagen de un gallo que él tenía estampado en sus calzones descubiertos después de una farra. Reconocido ese confín, la conversación continúa.
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